lunes, 19 de septiembre de 2011

Sin título VII


Los mosquitos de la habitación del fondo ya me estaban comenzando a molestar. El libro de fotos de Sofía estaba sobre la mesa como esperándome, así que aproveché a meterme en la cama a leer imágenes que no comprendo demasiado. Al comienzo se puso algo tedioso; los perritos y las sonrisas casi actuadas no me causaron demasiada impresión. Y como si nada, todo se convirtió en desierto.
Comencé a caminar  y los cangrejos, que tenían un cierto parecido con ajolotes amarronados, daban la sensación de detenerse cada dos segundos, luego de mínimos movimientos, como si estuvieran posando ante la nada, o ante mí. Pude entender que mis ojos eran lentes, mi mente una cámara y mis párpados el gatillo. Acerqué la mirada a la arena y los finos granos se convirtieron en esmeraldas, rubíes y trozos de ámbar gigantes. El desierto se volvió una jungla repleta de muros de cristal que luego se hicieron minúsculos  granos nuevamente. O debió ser que evocando a Carroll pero sin consumir sustancia alguna, me convertí yo en una persona del tamaño de un microbio por pocos segundos.
El desierto, repleto de cangrejos o ajolotes extrañísimos, se transformó más bien en una playa, porque a lo lejos podía divisar un mar de color gris. De hecho, todo el paisaje carecía casi completamente de colores; todo se veía gris, salvo el interminable atardecer de fondo, cuyos destellos anaranjados eran lo único que me iluminaba el camino. Su voz me decía que no pise los cadáveres de dinosaurios porque podría, tal vez, hacer revivir a alguno. Intenté hacer caso pero la playa estaba repleta de una especie de lagartos descomunales, imposibles de esquivar. Jamás imaginé, a pesar de la rareza de todo lo que me rodeaba, que con mi minúsculo pie podía hacer revivir a un cadavérico dinosaurio que, ofendido por mi mal accionar, comenzó por supuesto a perseguirme a diestra y siniestra con una voracidad fabulosa. Mientras escapaba –lo cual era muy raro, porque no es fácil escapar de una especie de velocirraptor zombie-, atiné a divisar mi reflejo en algún cristal que colgaba de un árbol; lo que me perseguía era en realidad era una especie de otro yo. Cuando logré ponerme a salvo, la voz, que me sonaba insólitamente familiar, me habló de lo onírico y lo que los mismos sueños transmiten.
Pude entonces darme cuenta de que había caído en un profundo sueño y que nada de eso era real. Pero, ¿qué intentaba decirme la voz? Desperté entonces y me encontré con ella sentada a los pies de mi cama, hablándome de lo poderosa que es la mente y lo mucho que se relaciona el inconsciente con lo real; de lo apabullante que es la rutina y la poca importancia que le damos a lo que sucede en el interior; de lo extenuante que puede llegar a ser el hecho de intentar escapar de nosotros mismos y de la suerte que tengo, una vez más, de lograr rescatar imágenes, sonidos y hasta mensajes de las profundidades de este mar que es mi cabeza.