Cuando duerme, Josefina es un ángel.
Cuando no duerme, su repertorio es infinito. ¿Por dónde empiezo? Todas y cada una de las veces que voy al baño, haga lo que haga y tarde lo que tarde, ella me espera sentadita al lado de la puerta -del lado de afuera, claro- y me charla de cosas inimaginables. Es nuestra forma de entendernos. Por momentos se desorienta y entonces me llama desde donde esté para que la vaya a buscar. Y cuando la encuentro, me muerde la mano a modo de agradecimiento y sigue su odisea por todos los rincones de la casa.
Cuando cocino, no la dejo sentarse en la mesada. Ella insiste, pero intento explicarle que ese no es un lugar apropiado para sentarse. Y entonces lo entiende, y se acomoda donde corresponde. Y de nuevo, me da charla.
Cuando me siento a comer, ella quiere comer conmigo sobre la mesa. Le indico dónde está su plato y a veces hasta lo pongo cerca mío para que comamos juntas, pero no quiere. Quiere mi plato. Y con la leche no hay caso. No le gusta y no le gusta. Prefiere agua, y si es de la bañadera, mejor.
Cuando terminamos de comer, es momento de la siesta obligada. Nos acomodamos las dos en la cama, prendemos la tele y miramos pavadas hasta quedarnos dormidas. Yo me levanto unos minutos después, ella se queda un ratito más soñando lo que se le canta.
Cuando me siento a tejer, se pone insufrible. Es que, según me cuenta, yo no logro entenderlo, pero los ovillos de lana son su peor enemigo. Y no le gusta que llamen más mi atención que ella, aunque sea por un rato. Entonces ni bien me sorprende tejiendo, debo abandonar mi actividad y retomarla cuando ella esté ocupada recolectando biromes de abajo del sofá, o alguna otra actividad extremadamente entretenida según su gusto personal.
Cuando me acuesto a leer algo, ella se convierte en saltamontes. Recorre todo el espacio disponible dando brincos. A veces los acompaña con gritos, otras veces con carreras contra nadie, y otras veces su único objetivo es tirar cosas de los estantes, lo cual le permito hacer sólo porque su gran capacidad de elección es tan buena que sólo arroja objetos que no se rompen, con excepción del incidente del plato ayer por la noche.
Cuando yo duermo, aprovecha para jugar con los objetos no permitidos, creyendo tal vez que al día siguiente yo no encontraría la evidencia de sus actos. Cuando por fin se digna a venir a dormir conmigo, se toma los primeros quince minutos de relax para masticarme los pies. Según dice, es una actividad bastante común entre los suyos, esto de masticar pies ajenos. Luego hacemos nuestro saludo de chocar narices y nos sumergimos ambas en un prolongado sueño. Claro que al otro día, temprano, aprovecha mi guardia baja para morderme la nariz, y es así que todos los días arrancan con nuestra siempre chistosa guerra de estornudos, seguida de interminables conversaciones con esta gran compañera temporal que se hospeda en mi morada.
Cuando está despierta, las posibilidades son insospechables. Cada día es una nueva incógnita para ambas. Pero cuando duerme, Josefina es un ángel.
domingo, 15 de julio de 2012
Belgrano y café
Facturas. Calor. Aroma a café. Faltaría el toque delicado de algún tabaco encendido para crear el clima invernal perfecto. No demasiada gente; la justa. Y la intensidad de la luz, a pesar de ser un tanto exagerada, me viene bien porque la acción siguiente a elegir una mesa, es sacar mi libro del momento y sumergirme en el mundo feliz de Huxley. Un tostado de jamón y queso y un café con leche son el menú de la tarde. En cada mesa hay una persona solitaria (a la espera de alguien, tal vez, o del destino) leyendo, pensando, imaginando, escribiendo. El tiempo estimado es de una hora. Tal vez el tostado -de tamaño inimaginable, que perfectamente pueden devorarlo dos o tres personas- tal vez demande un poco más de tiempo. A mi derecha, rubia de esas que ocultan canas, la señora, luego de tanto pensar, se decide por un pastel de manzana y un cortadito. Aparece un muchacho muy lindo de a ratos; lo extraño es que lo vi entrar al lugar dos veces, pero nunca lo vi salir. Me mira. Lo miro. El flaco de las bolsas de pan ya lleva como cinco entradas y salidas, cada vez con dos bolsas de pan en cada mano. Afuera está gris. El mozo se cae de simpático. Los cuadros en la pared sucia son increíbles. Los quisiera todos para colgarlos quién sabe dónde. ¿Por qué servirán soda con el café? "Primero leés y después escribís", comenta el mozo al pasar. Dentro de cuarenta minutos estreno trabajo. Todos los nervios, la ansiedad y la inquietud del primer día se repiten como si nunca lo hubiera hecho antes. Es evidente que no me voy a comer el sanguche entero. ¡Cuántos señores que deambulan solitarios y beben café diario en mano hay en el mundo! O al menos en este lugar. Quisiera pedirle al hombre de barba de la mesa de enfrente que me regale la página de su diario que contiene autodefinidos y sudokus. Es increíble cómo se achica el tiempo cuando se está entretenido. Las personas de este lugar, supongo que con el afán de sonar más cordiales o simpáticos, minimizan su pedido. No en cantidad, sino en su descripción. Facturita, cafecito con un poquito de leche, juguito de naranja o de frutas tropicales. O tal vez hay diferentes tamaños de cada cosa y no estoy enterada. En una de esas, si yo hubiese pedido un tostadito en lugar de un tostado, me hubiesen traído uno de tamaño normal y uno uno tan grande como una pizza.
En la calle el aire se vuelve más frío y pinta todo de un tono plateado, y a mí todavía me queda una hora crucial de trabajo por delante. "Geografía política", repite mi mente. Nunca jamás me lo hubiera imaginado, con lo poco que me gusta la geografía.
En la calle el aire se vuelve más frío y pinta todo de un tono plateado, y a mí todavía me queda una hora crucial de trabajo por delante. "Geografía política", repite mi mente. Nunca jamás me lo hubiera imaginado, con lo poco que me gusta la geografía.
domingo, 20 de mayo de 2012
Los blandos somos nosotros
Sensibles, maricones, susceptibles, o simplemente blandos.
Quienes sufren por nimiedades cotidianas, sabrán de lo que estoy hablando.
La vida, de perra que es nomás, nos ha pegado en diferentes
oportunidades, más duro de lo que varios merecemos. Sufrimos y nos sentimos
caer, derrotados, ante tamaña injusticia. Y nos volvemos a repetir ¡Qué dura es la vida! Sentimos que
nuestra situación no podría ser peor y que nadie aguantaría tanto padecer…
hasta que conocemos u oímos hablar de
alguien que la pasa setenta y cuatro veces peor que nosotros, y pensamos en
cómo puede una persona aguantar tanto y salir adelante. ¿Cómo demonios puede
existir una persona con tanta fuerza de voluntad? No, no. No es posible.
En mi caso, en reiteradas ocasiones, eché la culpa a la
vida. Porque es dura, porque me juega sucio, porque está llena de crueldad.
Pero cuando la vida es buena, sonriente, macanuda, no le doy un puto crédito al
estilo ¡qué blanda es la vida! ¿Sabés
por qué? Porque la vida no tiene consistencia, Mercedes. A todo el mundo le
ocurren desgracias, todos se golpean el dedo chiquito del pie con un mueble, a
todos se nos acaba el papel en el momento menos oportuno o se nos
escapa un gas en la sala de espera del dentista y alguien se da cuenta quién
fue. Por no mencionar desgracias mayores. El secreto está en no dejarse abatir
por situaciones poco placenteras.
El sufrir está bien; llorar, descargarse, putear, echar la
culpa a Perenganito, deprimirse escuchando algún hit de Sin Bandera, canalizar
la ira o el enojo haciendo crochet u origami.
Listo. La cicatriz quedará por siempre en nuestros
corazones, pero ante tantas pequeñas maravillas diarias –y no quiero sonar tan
Paulo Coelho, pero es cierto-, no es justo para uno mismo rendirse frente al
dolor. Arriba los corazones, que la vida nos quiere, la vida es compinche, la
vida no es dura. Los blandos somos nosotros.
viernes, 11 de mayo de 2012
Sí al amor, no a las batatas
Puré de batatas, batatas al
horno, dulce de batatas… afables tubérculos que, culinariamente hablando,
funcionan muy bien en cuanta receta se los incluya. Pero quienes hemos sufrido –y
lo seguiremos haciendo, porque la vida es así- sabemos que las batatas en la
vida cotidiana no son del todo dulces.
En el arte de amar, el
abatatamiento nos juega, a quienes lo sufrimos, una mala pasada. Pero, ¿qué es el abatatamiento? La RAE (Real Academia Española),
en su sede cibernética, nos explica que el abatatamiento es la acción de
abatatarse; y el abatatarse es apocarse, confundirse. No sólo en el arte de
amar algunos padecemos de esto. Al rendir un examen, en una entrevista laboral
o en tantos otros momentos medianamente importantes de nuestra vida. Algunos se
abatatan más, otros se abatatan menos, dependiendo de la personalidad, los
nervios, la situación.
En mi experiencia, este estado es
completamente manejable, casi siempre. Pero ni bien me descuido, miro hacia mi
derecha y viene caminando con aires de canchero el flaco que tanto me gusta,
que tantos besos le daría, que tan lindos ojos tiene, e inmediatamente me
vuelvo idiota: mi cara se convierte en una verdadera batata, mis palabras sin
sentido no hacen más que decir pelotudeces y mi risa sin motivo se entrecorta
por los nervios. Intento pilotearla; pienso que si pude remontar un final oral
y sacarme un 8 en la última materia de mi carrera, esta situación la salvo de
taquito. No. Estoy perdida. La última vez que me pasó de estar en una situación
de “gustar de alguien”, no sé de dónde junté coraje y encaré. Y salió todo de
maravillas. Y me sorprendí a mí misma.
En una charla virtual con mi
amigo personal M. (para no ponerlo en evidencia, mantendré su nombre en
secreto), comentábamos sobre la situación de abatatarse en el momento menos
indicado. Tenés a la chica que hace tanto tiempo te gusta en frente, y entre risas y cháchara se te ocurre la gran
idea de decir ¿por qué no? Yo me mando,
total… Pero no. No te mandás un carajo. Te quedás en el molde de nuevo con
la cara de batata, la risa de idiota y la verborragia sin sentido. Listo.
Dormiste. Ahora, a esperar otra situación de cháchara descontracturada para encontrar
el instante preciso en que largás el Hola,
me gustás. Y vuelve a no salir. Y puede pasar, porque me ha pasado, de que
se queden adentro esas palabras. El eterno abatatamiento que le dicen, producto
de nervios, temor al rechazo, timidez y cualquier otro ingrediente de gusto
personal.
Al pensarlo un poquito más a
fondo, el riesgo, en realidad, no es tal. A lo sumo puede suceder que la
persona responda un clarísimo y hasta socarrón ¡JAJAJA, me estás jodiendo! Lo bueno de dicha situación es que se
puede remontar con Jaja, te creíste…
Pero ya pasa a ser un caso perdido. Ahora, si la respuesta es positiva y
alentadora, nos sacamos de encima una mochila de hipótesis pelotudas, y pasamos
a lo besos, o lo que venga.
De todas formas, es un riesgo que
debemos correr. A levantar la frente, a no intimidarse, que nada puede ser tan
grave. Sí al amor, señores, no a las batatas. Y si todo sale mal, siempre se
puede ahogar el sufrimiento con un sabroso y humeante compañero, y bajonear con
un suculento dulce de batatas. Y a otra cosa mariposa.
domingo, 1 de abril de 2012
El muchacho de los ojos
Hace tiempo había escuchado o le habían contado sobre el muchacho de los ojos que cambian de color. Nunca se lo creyó del todo; prefería pensar en la idea de que, si tal cosa realmente existiera, algún día tendría que comprobarlo ella misma, cara a cara con el muchacho.
Varios años después, y sin siquiera forzar la situación, conoce a este joven peculiar: sus manos volaban, su voz tenía un sabor casi indescriptible, su piel era del color de las arenas brasileras, de esas puramente blancas, enceguecedoras. Pensaba ella, entonces, en todas las particularidades de esta particular persona. Pero, ¿cómo podía ser que, teniendo el muchacho todas estas virtudes, no pudo notar ella nada especial en sus ojos?
No fue sino hasta que lo miró de cerca, muy de cerca, a esa distancia tan corta que ya ni siquiera se puede distinguir casi nada, salvo algunos colores, que se dio cuenta de que el joven de la historia aquella, que escuchó tal vez en algún rincón del barrio, existía. Y estaba acostado en una cama, junto a ella. Sus ojos no sólo cambian de color: pueden ver más allá, pueden hablar incansablemente, pueden provocar cosquillas en el pecho, pueden devorar almas. Pero no cualquier alma; la de ella.
Varios años después, y sin siquiera forzar la situación, conoce a este joven peculiar: sus manos volaban, su voz tenía un sabor casi indescriptible, su piel era del color de las arenas brasileras, de esas puramente blancas, enceguecedoras. Pensaba ella, entonces, en todas las particularidades de esta particular persona. Pero, ¿cómo podía ser que, teniendo el muchacho todas estas virtudes, no pudo notar ella nada especial en sus ojos?
No fue sino hasta que lo miró de cerca, muy de cerca, a esa distancia tan corta que ya ni siquiera se puede distinguir casi nada, salvo algunos colores, que se dio cuenta de que el joven de la historia aquella, que escuchó tal vez en algún rincón del barrio, existía. Y estaba acostado en una cama, junto a ella. Sus ojos no sólo cambian de color: pueden ver más allá, pueden hablar incansablemente, pueden provocar cosquillas en el pecho, pueden devorar almas. Pero no cualquier alma; la de ella.
miércoles, 8 de febrero de 2012
A Luis Alberto (donde quiera que estés)
Como gacela desafió al horizonte y lo atravesó sin temor para llegar a ese lugar al que todos llaman cielo. Dejando caricias de melodías inmemoriales, se despide hoy, con un eterno hasta luego, el capitán Beto, el loco de las canciones inentendibles, el flaquito de Almendra, y la impotencia no cesa.
-¿Qué va a pasar cuando se muera Spinetta?- pregunté a otro flaquito, hace poco, tal vez queriendo convencerme de que tal cosa nunca sucedería. Y así, sin previo aviso, sin anestesia, recibe Luis Alberto un mensaje desde no sé dónde, cierra los ojos, y comienza a flotar. En otra dimensión, ahora, porque en ésta siempre lo hizo.
No merecemos tanto esplendor, pero siempre te atreviste a brindárnoslo de todas formas. Gracias, Flaco, por regalarnos hechos canciones, pedazos de tu alma de diamante.
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