domingo, 20 de mayo de 2012

Los blandos somos nosotros


Sensibles, maricones, susceptibles, o simplemente blandos. Quienes sufren por nimiedades cotidianas, sabrán de lo que estoy hablando.
La vida, de perra que es nomás, nos ha pegado en diferentes oportunidades, más duro de lo que varios merecemos. Sufrimos y nos sentimos caer, derrotados, ante tamaña injusticia. Y nos volvemos a repetir ¡Qué dura es la vida! Sentimos que nuestra situación no podría ser peor y que nadie aguantaría tanto padecer… hasta que conocemos   u oímos hablar de alguien que la pasa setenta y cuatro veces peor que nosotros, y pensamos en cómo puede una persona aguantar tanto y salir adelante. ¿Cómo demonios puede existir una persona con tanta fuerza de voluntad? No, no. No es posible.
En mi caso, en reiteradas ocasiones, eché la culpa a la vida. Porque es dura, porque me juega sucio, porque está llena de crueldad. Pero cuando la vida es buena, sonriente, macanuda, no le doy un puto crédito al estilo ¡qué blanda es la vida! ¿Sabés por qué? Porque la vida no tiene consistencia, Mercedes. A todo el mundo le ocurren desgracias, todos se golpean el dedo chiquito del pie con un mueble, a todos se nos acaba el papel en el momento menos oportuno o se nos escapa un gas en la sala de espera del dentista y alguien se da cuenta quién fue. Por no mencionar desgracias mayores. El secreto está en no dejarse abatir por situaciones poco placenteras.
El sufrir está bien; llorar, descargarse, putear, echar la culpa a Perenganito, deprimirse escuchando algún hit de Sin Bandera, canalizar la ira o el enojo haciendo crochet u origami.
Listo. La cicatriz quedará por siempre en nuestros corazones, pero ante tantas pequeñas maravillas diarias –y no quiero sonar tan Paulo Coelho, pero es cierto-, no es justo para uno mismo rendirse frente al dolor. Arriba los corazones, que la vida nos quiere, la vida es compinche, la vida no es dura. Los blandos somos nosotros.

viernes, 11 de mayo de 2012

Sí al amor, no a las batatas


Puré de batatas, batatas al horno, dulce de batatas… afables tubérculos que, culinariamente hablando, funcionan muy bien en cuanta receta se los incluya. Pero quienes hemos sufrido –y lo seguiremos haciendo, porque la vida es así- sabemos que las batatas en la vida cotidiana no son del todo dulces.
En el arte de amar, el abatatamiento nos juega, a quienes lo sufrimos, una mala pasada. Pero, ¿qué es el abatatamiento? La RAE (Real Academia Española), en su sede cibernética, nos explica que el abatatamiento es la acción de abatatarse; y el abatatarse es apocarse, confundirse. No sólo en el arte de amar algunos padecemos de esto. Al rendir un examen, en una entrevista laboral o en tantos otros momentos medianamente importantes de nuestra vida. Algunos se abatatan más, otros se abatatan menos, dependiendo de la personalidad, los nervios, la situación.
En mi experiencia, este estado es completamente manejable, casi siempre. Pero ni bien me descuido, miro hacia mi derecha y viene caminando con aires de canchero el flaco que tanto me gusta, que tantos besos le daría, que tan lindos ojos tiene, e inmediatamente me vuelvo idiota: mi cara se convierte en una verdadera batata, mis palabras sin sentido no hacen más que decir pelotudeces y mi risa sin motivo se entrecorta por los nervios. Intento pilotearla; pienso que si pude remontar un final oral y sacarme un 8 en la última materia de mi carrera, esta situación la salvo de taquito. No. Estoy perdida. La última vez que me pasó de estar en una situación de “gustar de alguien”, no sé de dónde junté coraje y encaré. Y salió todo de maravillas. Y me sorprendí a mí misma.
En una charla virtual con mi amigo personal M. (para no ponerlo en evidencia, mantendré su nombre en secreto), comentábamos sobre la situación de abatatarse en el momento menos indicado. Tenés a la chica que hace tanto tiempo te gusta en frente,  y entre risas y cháchara se te ocurre la gran idea de decir ¿por qué no? Yo me mando, total… Pero no. No te mandás un carajo. Te quedás en el molde de nuevo con la cara de batata, la risa de idiota y la verborragia sin sentido. Listo. Dormiste. Ahora, a esperar otra situación de cháchara descontracturada para encontrar el instante preciso en que largás el Hola, me gustás. Y vuelve a no salir. Y puede pasar, porque me ha pasado, de que se queden adentro esas palabras. El eterno abatatamiento que le dicen, producto de nervios, temor al rechazo, timidez y cualquier otro ingrediente de gusto personal.
Al pensarlo un poquito más a fondo, el riesgo, en realidad, no es tal. A lo sumo puede suceder que la persona responda un clarísimo y hasta socarrón ¡JAJAJA, me estás jodiendo! Lo bueno de dicha situación es que se puede remontar con Jaja, te creíste… Pero ya pasa a ser un caso perdido. Ahora, si la respuesta es positiva y alentadora, nos sacamos de encima una mochila de hipótesis pelotudas, y pasamos a lo besos, o lo que venga.
De todas formas, es un riesgo que debemos correr. A levantar la frente, a no intimidarse, que nada puede ser tan grave. Sí al amor, señores, no a las batatas. Y si todo sale mal, siempre se puede ahogar el sufrimiento con un sabroso y humeante compañero, y bajonear con un suculento dulce de batatas. Y a otra cosa mariposa.