Sensibles, maricones, susceptibles, o simplemente blandos.
Quienes sufren por nimiedades cotidianas, sabrán de lo que estoy hablando.
La vida, de perra que es nomás, nos ha pegado en diferentes
oportunidades, más duro de lo que varios merecemos. Sufrimos y nos sentimos
caer, derrotados, ante tamaña injusticia. Y nos volvemos a repetir ¡Qué dura es la vida! Sentimos que
nuestra situación no podría ser peor y que nadie aguantaría tanto padecer…
hasta que conocemos u oímos hablar de
alguien que la pasa setenta y cuatro veces peor que nosotros, y pensamos en
cómo puede una persona aguantar tanto y salir adelante. ¿Cómo demonios puede
existir una persona con tanta fuerza de voluntad? No, no. No es posible.
En mi caso, en reiteradas ocasiones, eché la culpa a la
vida. Porque es dura, porque me juega sucio, porque está llena de crueldad.
Pero cuando la vida es buena, sonriente, macanuda, no le doy un puto crédito al
estilo ¡qué blanda es la vida! ¿Sabés
por qué? Porque la vida no tiene consistencia, Mercedes. A todo el mundo le
ocurren desgracias, todos se golpean el dedo chiquito del pie con un mueble, a
todos se nos acaba el papel en el momento menos oportuno o se nos
escapa un gas en la sala de espera del dentista y alguien se da cuenta quién
fue. Por no mencionar desgracias mayores. El secreto está en no dejarse abatir
por situaciones poco placenteras.
El sufrir está bien; llorar, descargarse, putear, echar la
culpa a Perenganito, deprimirse escuchando algún hit de Sin Bandera, canalizar
la ira o el enojo haciendo crochet u origami.
Listo. La cicatriz quedará por siempre en nuestros
corazones, pero ante tantas pequeñas maravillas diarias –y no quiero sonar tan
Paulo Coelho, pero es cierto-, no es justo para uno mismo rendirse frente al
dolor. Arriba los corazones, que la vida nos quiere, la vida es compinche, la
vida no es dura. Los blandos somos nosotros.