Mientras la ciudad murmura sus últimos cantos, duermo cada noche con mi virgen calavérica. Los árboles ya no respiran, ya no crecen. Tengo las piernas cubiertas de arañas y los ojos vendados. Transito las aguas de un río turbio. Está nublado. La serpiente me arrincona; luego la veo morir ahogada. Sus branquias han colapsado. En la orilla repleta de cocos y suspiros no hago más que caminar. Aparece en mi mente un vago recuerdo de vos, de cuando caminaste conmigo y suspiramos bajo el mar.
Anoche vi morir a P; aunque en sueños, experimenté la peor de las sensaciones mezcla rara de impotencia y desasosiego frente a la muerte. La muerte siempre me ha maravillado. No ante quien la padezca, si es que en realidad es un padecer. Sino la muerte en sí. Su capacidad de hacer aflorar en uno o en miles como yo, tantas emociones desesperadas en busca de una respuesta. Y es que no existe tal cosa. No existe la muerte, no existen las respuetas. No existo yo.
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