jueves, 26 de mayo de 2011

El camino


Cenizas azules o grises acompañan el despertar y la ciudad me observa escondida a la vuelta de la esquina. Yo la miro de frente, buscando una imagen inmortal que me ayude a deshacerme de los ojos chinos. Sorbo a paso lento el néctar diario de naranja natural y doy bocanadas de humo intoxicante para amenizar la ruta reiterada. Intento sorprenderme con mínimas variaciones en el mapa: bigotes blancos en una esquina, medialunas calientes un poco más lejos. El parque que se interpone me deja ver el cielo más allá de los sonidos de otro día más que no deja de nacer.
El señor de las flores silba melodías desconocidas; los perros pasean a sus dueños; las chicas se acomodan los cabellos revueltos por el viento frío; los porteros riegan las veredas como esperando que crezca alguna flor; y nadie responde a los buendías que acostumbro a regalar. Es recurrente la idea de que no pertenezco a este mundo. Al observar con detalle las secuencias de cada caminante o pasajero de estos trenes en forma de calles, me relaja y me asusta a la vez pensar que por estos lados cada uno va en su propio mundo y entonces caigo en que yo también voy en el mío, al que creo pertenecer casi en su totalidad.
Al llegar a destino, explota disimuladamente mi burbuja de cristal y arranca la repetida rutina de convertirme en alguien que tal vez no soy, o en alguien que realmente soy pero desconozco. Fingir que es todo un eterno juego provoca risas. Y las risas siempre me gustaron. Siempre.

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