miércoles, 13 de abril de 2011

Sin título

Unos tres o cuatro años después de aquel verano que jamás olvidarían, casi como entre sueños, ella decidió volver. Su madre le había propuesto tomarse juntas unas vacaciones al lugar que ella había conocido hace un tiempo, y del que trajo tantas historias inmemoriales. Antes de que llegara la primavera, comenzaron a ahorrar de a poco, para llegar al verano con los bolsillos cargados y la ansiedad al límite. Las horas de viaje se habían vuelto eternas, entre trasbordos y terminales, horas de espera, siestas mínimas y ganas que estallaban. Al fin, llegaron al anhelado destino. La ciudad se veía para ella casi irreconocible, desde las calles hasta el mismo aire. Todo era distinto. Luego de recorrer paisajes hasta el cansancio, su madre decidió quedarse en casa y acostarse temprano. Ella, como buscando algo o a alguien, inconscientemente, salió a caminar nuevamente. Esta vez, tomó otra ruta. Llegó a un lugar que, en épocas pasadas, hubiese reconocido, pero que ahora ya ni siquiera le era familiar, salvo por pequeños detalles. Las vigas talladas con frases del Che Guevara le dieron la pauta de que estaba donde quería. Comenzó a preguntar a cada persona que encontraba, pero nadie le daba datos concisos. Se dispuso a revisar el edificio por su cuenta. Los mozos, personas totalmente extrañas, la vieron entrar por los pasillos -los cuales eran exclusivamente para el personal del lugar- con tanta convicción que no se animaron a frenarla. Al llegar a la cocina, ni siquiera las paredes eran del mismo color. Preguntó al chef de turno si lo conocía, a él, a la persona que estaba buscando. No bastó con una detallada descripción física; el hombre no supo brindarle datos sobre el paradero del muchacho. Siguió paseando, como intentando encontrar a ese alguien tal vez ya inexistente. Cuando al fin se rindió, se tapó la cara con las manos y comenzó a caminar hacia la salida. Sin previo aviso, chocó accidentalmente con una persona alta, morena, con un delantal negro.
-¿Te acordás de mi?- le preguntó, sin esperanzas de una respuesta afirmativa.
El muchacho la miró a los ojos, esos ojos que extrañaba tanto que casi los había olvidado. Eran iguales a como él los imaginaba. Se abrazaron con la mirada y se dieron el beso más dulce del mundo. Dulce no; el beso tenía ese sabor a mar, salado e impulsivo como los de años atrás. Fue la mejor respuesta que jamás recibió.

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